Sala I: El Origen
En esta sala podemos contemplar una serie de piezas de marcada carácter autóctono, que hablan del origen de la ciudad. En ella encontramos una maqueta dedicada al dolmen de Menga, una serie de paneles explicativos y restos de materiales neolíticos. La pieza principal de este espacio son los restos de enterramiento de un miembro de la sociedad, aparecido con motivo de las obras del ferrocarril y que fue trasladado íntegro a este Museo.
Sala II: Prehistoria y Protohistoria
El periodo denominado Prehistoria se caracteriza por la inexistencia de la escritura, es por ello que para conocer los modos de vida prehistóricos sea fundamental la observación de los restos arqueológicos de las construcciones de entonces y los datos aportados por los estudios de las diferentes culturas materiales.
El paso del ser humano por las tierras de Antequera está constatado en dos períodos fundamentales: el Paleolítico y el Neolítico, y prueba de ello son los útiles que se exponen en las vitrinas de esta sala. El paso de la recolección a la agricultura, de la caza a la ganadería, trajo consigo un cambio en los modos de vida neolíticos que se tradujo en la especialización de los distintos útiles y objetos de uso cotidiano, tanto líticos como cerámicos: variadas lascas, diversos recipientes y hasta un molino podemos contemplar en las vitrinas de esta sala procedentes de los cercanos yacimientos, como el del Torcal de Antequera y Sierra de Chimeneas, cuya cronología puede extenderse desde el 4500 al 1600 antes de nuestra Era.
Posteriormente, el uso de los metales dio paso a un cambio cualitativo de las sociedades del Neolítico final, desarrollándose la llamada “Cultura del Vaso Campaniforme” de gran difusión, y destacando el fenómeno de la arquitectura megalítica: grandes construcciones relacionadas con los enterramientos y diversas tipologías de tumbas, como la Galería dolménica del Dolmen de Menga, cuya maqueta podemos contemplar , apreciando los distintos compartimentos de este claro ejemplo de cámara funeraria precedida de atrio y corredor.
Finalmente, antes de abandonar esta sala, merece la pena que el visitante repare en la curiosidad que genera este ídolo del Bronce final con forma de violín realizado en piedra calcárea, en cuyos extremos representa el sexo masculino y femenino respectivamente. Sin duda, su significado está relacionado con el culto a la fecundidad, tan propio de las culturas prehistóricas.
Sala III. Roma I
Conviene detenerse en los vestíbulos que separan las salas de Prehistoria y Roma para contemplar el gran mosaico de finales del siglo III que se alza sobre el muro que enmarca el acceso a esta última.
Este fragmento de mosaico procede de una de las habitaciones de la villa romana de Caserío Silverio. Se trata de la imagen de un anciano recostado que personifica al río Tíber, identificado por la epigrafía que se encuentra sobre la figura. Porta en su mano derecha un cuerno de la abundancia.
La superficie completa del mosaico de esta habitación es de algo unos 140 m2. Entre los restos que se han conservado destacan varios versos fragmentados pertenecientes al libro IV de las Geórgicas de Virgilio y algunas escenas de carácter acuático.
Los versos y la personificación del río aluden al fragmento de la obra en el que Aristeo entra en el fondo del río, a la cueva de Cirene, desde donde surgen los grandes ríos del mundo conocido. El libro termina con la diosa Cirene confiando a Aristeo el secreto de la procreación de las abejas.
Al comenzar el recorrido por este museo de la ciudad, en la primera de las salas contemplábamos cómo la presencia de Roma queda atestiguada por una inscripción de piedra con el término «ANTIK», abreviatura de ANTIKARIA, nombre romano del que deriva el actual de Antequera. Y es que, como veremos, el pasado romano de la ciudad queda patente en buena medida por la evidencia y la importancia de su gran número de restos arqueológicos, procedentes del mismo núcleo urbano y de los nombrados yacimientos colindantes de Singilia Barba, la Villa de la Estación, Caserío Silverio y la Vega Baja de Antequera.
Procedentes de los diferentes municipios romanos localizados en las depresión antequerana como: Singilia Barba, Aratispi, Nescania, Oscua y la propia Anticaria y de las villas y sus necrópolis que se articulaban en torno a los diferentes caminos que unían este vasto territorio con la Vía Augusta.
Al entrar en la sala, lo primero que el visitante observará es que si para las culturas del Neolítico la idea de la muerte se manifestó en sus construcciones, en el mundo romano no fue diferente.
Tanto la inhumación como la incineración convivieron durante el periodo romano durante los dos primeros siglos de nuestra era, pero, a partir del siglo III termina por imponerse la inhumación, siendo más común la primera conforme se acrecentaba la influencia del cristianismo en el imperio. Prueba de ello son los vestigios arqueológicos que se muestran a lo largo de esta sala: en la primera de las vitrinas, una rica exposición de vasos funerarios; junto a esta, una amplia muestra de diversos útiles: vasijas y piezas cerámicas de terra sigillata, jarras, copas, cuencos, lucernas y utensilios cotidianos en bronce, un capitel jónico y diversos altares, realizados en materiales pétreos como calizas areniscas y mármoles y granitos, con una profusa decoración en relieve y también una ánfora de grandes dimensiones destinada al transporte del aceite que nos indica la importancia de la oleicultura en las tierras del sur de Hispania.
En el centro de la sala se encuentra el mausoleo monumental de Acilia Plecusa, un columbario del siglo II. d.C. procedente de una necrópolis cercana a Singilia Barba. La monumentalidad del mismo nos lleva a comprobar el nivel social de su propietaria y la importancia del culto funerario en la antigüedad, y por extensión, en las tierras de la Anticaria romana.
Sala IV: Roma II. Efebo de Antequera (Siglo I d.C.)
Esta sala se dedica con exclusividad a mostrar una de las grandes obras de arte no sólo de este museo, sino de la escultura romana en Hispania: el llamado “Efebo de Antequera”. La escultura se realizó en torno al siglo primero d.C. en bronce, siguiendo la técnica de la cera perdida, muestra a un muchacho de corta edad cuyas características estéticas y su ademán de movimiento cadencioso dinamizando la pierna izquierda, ponen en relación a esta digna escultura con los maestros griegos neoáticos. Sus ojos debieron ser de pasta vítrea, portando en su mano derecha un lampadarium (una gran lámpara de bronce).
Este tipo de esculturas adornaban los grandes triclinio o comedores principales de las villas y son un reflejo escultórico de los jóvenes sirvientes que solían atender los banquetes.
El Efebo, es una pieza singular, valorada a nivel internacional, como una de las esculturas existentes de época romana más bellas de esta tipología, comparada con el Efebo de Porta Vesubio de Pompeya, el Apolo de la Colección Sabouroff del Museo de Berlín, o el Efebo de la ciudad romana de Volúbilis en Marruecos.
La escultura se descubrió de forma casual en el cortijo antequerano de “Las Piletas “en los años 50, su descubrimiento y el deseo del pueblo de Antequera de que permaneciera en la localidad son la causa principal de la creación de este museo en los años 60. La pieza ha sido declarada Bien de Interés Cultural.
Sala V: Roma III. Colección epigráfica romana. Mosaico y pintura parietal
Sala dedicada a la epigrafía en el mundo romano. Con carácter oficial, en la mayoría de los casos, las inscripciones sobre piedra nos hablan de personalidades y hechos relevantes en la vida urbana del los municipios romanos de las tierras de Antequera. Caso de Marco Valerio Proculino y las que hacen referencia a la familia de los “Acilios” y otros personajes pudientes de la antigua Singilia Barba y Anticaria. Suelen ser pedestales sobre los que se levantaban las estatuas de los personajes homenajeados y que se situaban en los foros de estas ciudades.
Los miliarios, también presentes, cumplían la función señalizadora de calzadas y vías. Y los capiteles atestiguan la grandeza de las construcciones romanas, tanto religiosas como civiles. En muchas ocasiones, estos vestigios eran empleados posteriormente como material de construcción para nuevos monumentos y edificaciones.
En los paramentos podremos contemplar la importancia de la decoración musivaria romana. Estos mosaicos, conformados por innumerables teselas vidriadas y coloridas cumplían una función esencialmente decorativa de suelos y de muros interiores. Como en la pintura, sus temas fueron variados, como podemos comprobar en este mosaico de “Erotes catando el vino de la cosecha” o los motivos vegetales de la pintura parietal de una vivienda de Singilia Barba.
Sala VI: Roma IV. Colección epigráfica
En esta sala podemos contemplar una cuidada selección de basamentos con inscripciones epigráficas alusivas a la familia singiliense de los Acilios y otros personajes influyentes en la vida pública de esta ciudad. Caso de Manio Acilio Frontón, esposo de Acilia Plecusa, caballero perteneciente al orden ecuestre romano que llegó a alcanzar la magistratura de prefecto de ingenieros, o sus hijos Manio Acilio Flegonte y Acilia Septumina. Todas ellas fueron autorizadas por el senado de Singilia Barba y costeadas por la esposa y madre. Estas proceden tanto de su reaprovechamiento en edificios ya demolidos de la ciudad como de las excavaciones llevadas a cabo en la cercana ciudad de Singilia. También se expone un miliario de la Vía Augusta, testimonio del paso por estas tierras de la Vía Domiciana Augusta que comunicaba el litoral malagueño con la capital de provincia Baetica: Corduba.
Sala VII: Paleocristiano, visigodo y medieval musulmán
En la primera vitrina, en su parte inferior, se pueden ver dos ladrillos de techo paleocristianos con decoración con crismón, alfa y omega, crátera y pájaros. También un pequeño bronce representando a Daniel entre los leones, que quizás pudo ser un candil procesional. En la balda superior, cerámicas de época emiral y califal.
El dintel de una iglesia visigoda del siglo VI, que en su re aprovechamiento sirvió de escalón en la puerta de acceso a la torre del Homenaje de la Alcazaba de Antequera, muestra una interesante inscripción latina, que traducida dice así: «Alfa y Omega. En el nombre del Señor. Aquí (está) la iglesia de San Pedro fundada por Sigerio y Vicente».
En las otras dos vitrinas se exponen diferentes piezas de cerámica de época almohade y nazarí, procedentes de las excavaciones realizadas en los niveles musulmanes de las Termas de Santa María, en la muralla urbana de la plaza del Carmen y en el patio de Armas de la Alcazaba. Se trata de candiles, ataifores, jarras, tazas, jofainas, redomas y cantimplora. La gárgola de arenisca, encontrada junto a la torre del Asalto durante las obras realizadas por la Consejería de Cultura en 2009, es factura nazarí del siglo XlV. Antes de abandonar la sala nos podemos detener en un bolaño de los utilizados por los castellanos en la toma de la villa musulmana el año 1410 y un cilindro de piedra caliza, horadado en su parte superior, que presenta una inscripción gótica.
Sala VIII: De villa medieval castellana a ciudad renacentista
Para acceder a la siguiente planta del Museo podemos utilizar la moderna escalera o, en caso de necesidad, uno de los dos ascensores que comunican todo el edificio verticalmente en esta nueva zona de ampliación.
Continuamos la visita en esta Sala VIII en la que se exponen una serie de piezas que nos hablan de la transformación que va sufriendo Antequera desde su condición de villa medieval de frontera a ciudad renacentista en expansión urbana y demográfica. La campaña organizada en 1410 por el Infante Don Fernando, regente de Castilla durante la minoría del rey Juan I1, para conquistar la villa musulmana de Madinat Antaqira le supuso un rotundo éxito militar y político y el definitivo espaldarazo para su elección como rey de Aragón en 1412. Es más, a partir de esta operación bélica pasaría a la historia como Fernando de Antequera o ‘el de Antequera’. Para el núcleo urbano en cuestión supuso, además, un total cambio poblacional y su conversión en una villa castellana de frontera, frente al emirato nazarí de Granada. A partir de la conquista de la ciudad de la Alhambra por los Reyes Católicos en 1492, Antequera, que ya había recibido el título de ciudad en 1443 por el rey Juan I1, entraría en una. nueva época, experimentando a lo largo del siglo XVI su transformación en una gran urbe renacentista que creció enormemente en población y en actividad económica. La fundación de la Real Colegiata, mediante bula del papa Julio II de 1503, trajo consigo la creación de su Cátedra de Gramática y el desarrollo de una importante actividad humanística que culminaría en la llamada Escuela Poética antequerana del Siglo de Oro español.
En esta sala se exponen una serie de piezas que se corresponden con el periodo histórico al que hemos hecho referencia. En primer lugar debemos detenemos en la llamada Casulla de Santa Eufemia, confeccionada con un tejido nazarí de comienzos del siglo XV al que al iniciarse el siglo XVI se le añade una ancha cenefa central
de estilo gótico, bordada en oro y sedas de diferentes colores, representando diversos santos de cuerpo entero, sin que ninguno de ellos se corresponda con la santa de Calcedonia.
El escudo pétreo de los Reyes Católicos, que fue en origen el dintel de una puerta con arco rebajado, es anterior a 1492 dada la ausencia de la ‘granada’ en su parte inferior.
En el extremo de la sala, junto a la puerta de salida, se exponen una pila bautismal de barro vidriado, realizada en los alfares de Triana en el siglo XV, y una escultura en madera policromada del Crucificado, de tamaño académico y obra gótico-renacentista de comienzos del siglo XVI, que procede de la iglesia de San Juan de Dios. También se puede contemplar una colección de grabados de paisajes de Antequera de los siglos XVI al XVIII.
Sala IX: El San Francisco de Pedro de Mena
Preside esta sala una de las esculturas más importantes del artista granadino Pedro de Mena y Medrano (1628-1688) y, sin duda, una de las piezas estelares del Museo: el San Francisco de Asís sobre el sepulcro, depósito de la parroquia de San Miguel.
Se trata de una escultura, que la crítica ha fechado hacia 1665-1670, de tamaño natural y realizada en madera tallada y policromada, que representa el cadáver de San Francisco tal como cuenta la tradición que lo encontró el papa Nicolás V en su visita a la tumba de Asís. Está representado, por tanto, incorrupto, de pie, mirando hacia el cielo, calada la capucha y con las manos enfundadas bajo las mangas, al tiempo que mana la sangre de los estigmas del costado y del pie derecho que aparece bajo la túnica. A pesar de lo que representa, un cadáver, la sensación que tiene el espectador es la de estar contemplando un arrobamiento místico del santo en vida. De hecho, según la leyenda, tal fue la sensación que vivió el propio pontífice en su visita.
Técnicamente la escultura está resuelta con gran maestría, destacando el naturalismo de toda la pieza, tanto en la rotunda verticalidad de los pliegues de la túnica, imitando en su policromía la estameña ‘remendada’, como en los recursos empleados en el rostro: ojos de cristal, pestañas de pelo natural y dientes de marfil, así como unas carnaciones cálidas y semi-mates de elaborados matices. Se restauró por la Consejería de Cultura el año 2007.
En el lateral derecho de la sala cuelga un lienzo, de corte zurbaranesco, en el que aparece San Francisco arrodillado en oración. El tratamiento de la túnica, imitando el tejido de la estameña a punta de pincel y salpicada de remiendos, nos muestra la estrecha relación de concepto que existió en el arte español del Siglo de Oro entrelos pintores y los escultores imagineros.
Sala X: El Manierismo. Antonio Mohedano
La figura de Antonio Mohedano de la Gutierra (1563-1626) significó en la Antequera de su época, en pleno auge de la estética del manierismo, el arbitraje artístico de mayor significación en los campos de la pintura, el policromado de esculturas y en el de los diseños arquitectónicos y de retablos. Se formó en Córdoba con el pintor Pablo de Céspedes y en Sevilla tuvo gran amistad con Francisco Pacheco, suegro del pintor Veláquez y destacado tratadista de arte. Aficionado a la poesía, fue amigo personal del gran poeta antequerano Pedro Espinosa.
La obra pictórica de Mohedano, que abarcó la pintura al fresco y la de caballete al óleo, está ampliamente representada en esta sala con obras de temática religiosa, aunque sabemos que fue muy diestro en la de bodegones y otros ornatos. Destacamos en primer lugar el gran lienzo de la Virgen de la Antigua, procedente de la iglesia de San Zoilo, en el que se reproduce libremente la venerada pintura mural trecentista de la catedral hispalense. En el lienzo de Mohedano el pintor ha querido aunar el aire de raigambre bizantina del fondo dorado y del silueteado de los paños con el naturalismo de rostros y manos.
En este mismo lateral de la sala podemos contemplar quizás la obra más famosa del pintor, el llamado Cuadro votivo, que representa a la Virgen sedente con el Niño Jesús ante quienes se presentan un niño noble -sin duda, retrato de algún personaje antequerano de la época y su Ángel de la Guarda. En el lienzo se reflejan todas las características manieristas de la obra mohedanesca, tanto en el rostro de la Virgen como en la cabeza del Niño, así como en el tratamiento de los celajes y en la riqueza de colorido de las alas del ángel. Todo ello muy matizado con el hábil uso de las veladuras.
Dos lienzos con la misma iconografía aunque de diferente formato completan este lateral: la Asunción de la Virgen, uno depósito de la Colegiata de San Sebastián y otro de la Colección Junta de Andalucía. En el primero de ellos, que es de mayor formato, aparece María con las manos unidas y subiendo hacia el cielo donde es recibida por la Santísima Trinidad, mientras los Apóstoles rodean el sepulcro del que acaba de salir. En el otro lienzo, que puede ser preparatorio del primero, han desaparecido los Apóstoles y muestra una técnica más suelta y un tratamiento como más inacabado.
Se completa con un cuadro de la Virgen del Silencio, que se inspira en conocidos modelos del manierismo florentino. La Virgen vigila el plácido sueño de su hijo, mientras que un ángel situado a la izquierda nos indica silencio llevándose un dedo a los labios. San José, a la derecha y en segundo plano, y los ángeles que esparcen flores desde arriba presentan un menor protagonismo.
A continuación nos detenemos ante el lienzo de la Virgen de la Palma, adquirido en Sevilla por el Ayuntamiento en 2001, en el que aparece María con el Niño Jesús en el centro y San Juanito y Santa Catalina a ambos lados, conformando una composición de tipo piramidal. A su lado el cuadro de Santa Lucía, presenta al personaje con traje de dama de corte y sofisticado peinado orlado de perlas, estando jalonada por dos ángeles que portan los atributos iconográficos.
Al pintor Miguel Domínguez Montelaisla, fallecido en Antequera durante la epidemia de peste de 1649, pertenece el cuadro de La muerte de San Nicolás de Tolentino, en el que se evidencia la influencia de Mohedano en el tratamiento de las figuras aunque avanzando ya claros rasgos de naturalismo. Cerrando la sala podemos admirar una interesantísima pintura al óleo sobre cobre, de formato menor, que representa a Cristo Crucificado, anónimo italiano de hacia 1600-1620, donde se reproduce con variantes el dibujo de Miguel Ángel conservado en el British Museum de Londres, datado hacia 1556-1558, enfrentado a un crucificado de marfil de finales del siglo XVII
Completan este ámbito el la importante escultura de la Magdalena penitente, obra del último cuarto del siglo XVI que hace ya algunos años atribuimos al escultor Diego de Vega.
Y una inmaculada con hábito franciscano de finales del siglo XVI, atribuida al escultor Lorenzo de Medina.
Sala XI: Iconografías de las devociones del Barroco
Continua la sala con una serie de obras mayoritariamente dedicadas a las devociones barrocas, donde encontramos una importante obra del pintor decimonónico José Batún, que representa a al Cristo del Mayor Dolor. Una extraordinaria representación del Calvario de finales del siglo XVII, un San José de bulto redondo de finales del Siglo XIX, o un delicado Niño Jesús durmiente de mano del escultor antequerano Diego Marques, la sala se completa con una variada serie de obras vinculadas a las devociones populares locales.
Sala XII: Ornamentos del culto. Textiles y bordados (siglos XVI y XVII)
La pieza más importante de las que se exponen en este ámbito es el estandarte de la Virgen de la Cabeza, realizado por el bordador Pedro de Asturias en 1591. Está bordado en sus dos caras, destacando en cada una de ellas un tanda en hilo de oro y sedas matizadas de colores con los temas de la Virgen titular con el Niño, Santa Ana y San Roque, en la delantera, y el escudo de la ciudad y Santa Eufemia, en la trasera. Fue restaurado por la Consejería de Cultura (I.A.P.H.) en 1999.
Así como el pendón original de la ciudad conservado del primer cuarto del siglo XVI, que preside la sala
Pertenecientes a la Colegiata y expuestas en sendas vitrinas situadas en el lateral derecha, podemos admirar las dalmáticas y las capas pluviales de un terno bordados, el llamado Carmesí o del obispo Fernández de Córdoba que es ya de comienzos del siglo XVII. En la misma vitrina se exponen las casullas de los dos ternos comentados y la casulla de los Evangelistas, magnífica pieza del siglo XVI.
La sala se completa con el antiguo palio del Santo Cristo Verde, realizado en 1636, sobre el que se ubica un lienzo de Jesús del Consuelo del convento de las Carmelitas Descalzas de Belén (hoy de monjas clarisas), que representa la escultura de bulto redondo de José de Mora a la que una Santa Teresa ‘real’ le ofrece su corazón. Por ultimo una vitrina recoge dos elementos populares de la Semana Santa, un campanillero de lujo, túnica bordada de principios del siglo XX y un Hermano Mayor, túnica bordada del siglo XVIII, piezas realmente sobresalientes por su hechura.
Sala XIII: La platería para el culto
La importancia del arte de la platería en el patrimonio histórico de la ciudad viene marcada, en gran medida, por el valor de las colecciones pertenecientes a la Colegiata, a las parroquias y a algunas cofradías. Las piezas más significativas propiedad de estas instituciones y otras de la propia colección permanente del Museo las podemos ver en esta sala y en la siguiente que está conformada como cámara acorazada. En la primera vitrina del lateral derecho se exponen las tres grandes custodias parroquiales que antaño tuvieron carácter procesional: la de la parroquia de San Sebastián, realizada en 1636 por el platero Salvador Noriega en plata dorada con esmaltes y pedrería; la de San Pedro, atribuida a Juan de Luna, coetánea de la anterior y realizada en bronce dorado y esmaltes; y la de San Juan, que se atribuye a Salvador de Argüeta y se fecha en 1714, en plata en su color y dorada. En este mismo expositor podemos ver la pareja de portapaces en plata dorada realizados por el platero Juan Bautista de Herrera en 1617 y el jarro de pico o aguamanil de hacia 1625-1630, pertenecientes al tesoro de la Colegiata.
En la siguiente vitrina se expone todo el completo juego del altar mayor del templo municipal de San Juan de Dios, todo él en plata en su color. En concreto se trata de una cruz de altar y seis candeleros realizados por el platero Pedro de Campos en 1784; dos sacras de Antonio López de 1780; dos atriles de plata obra de Antonio Ruiz el Viejo; y un acetre de 1787 de Diego Ruiz González. Este importante conjunto forma parte de la colección permanente del Museo.
Una pieza de gran singularidad, que se expone en una vitrina pendiente, es la media luna de plata repujada de la Virgen del Rosario de Santo Domingo, del platero granadino Vicente Ruiz Velázquez, de 1759.
En la primera vitrina del lateral izquierdo podemos contemplar tres importantes cruces procesionales. Hay dos de la parroquia de San Sebastián, una labrada en plata dorada y esmaltes de hacia 1620, atribuida a Juan Jacinto Vázquez de Herrera; y otra de hacia 1650, más sencilla y de autor anónimo. La tercera, que es anónima y en torno a 1630, perteneció a las parroquias de San Sebastián y del Carmen, sucesivamente, siendo vendida por un párroco y posteriormente adquirida por el Ayuntamiento en el comercio de antigüedades de Madrid hace ya bastantes años.
La siguiente vitrina muestra dos bandejas mejicanas idénticas, de mediados del siglo XVIII; dos atriles del platero antequerano José Ruiz, de hacia 1758, en los que se representan la Asunción y la Coronación de la Virgen y el martio de Sante Eufemia en la plaza de San Sebastián; y una pareja de copas para votaciones, realizadas por Juan de Gálvez hacia 1760 para los cabildos de la Colegiata.
En la última vitrina de este lateral se exhiben dos atriles y dos sacras de hacia 1795, en plata blanca en su color, pertenecientes a la Cofradía del Rosario de la iglesia de Santo Domingo.
La abundancia de piezas expuestas que presentan la marca de Antequera, se debe a la importancia que tuvieron los talleres de platería en la ciudad que contó con un Colegio-congregación de Plateros (1782-1833).
Antes de acceder a la siguiente sala o cámara acorazada nos debemos detener en una interesante pintura al óleo sobre tabla, de finales del siglo XVII, en la que se representa a la imagen titular de la iglesia de Santa María de Jesús (Portichuelo). El trasunto de la Virgen aparece como si de una reina española de la época se tratase, enjoyada y vestida con túnica y manto de color blanco, pero todo ello cubierto de recamados de oro, perlas y pedrería, a manera de un traje de la corte de los Austria.
Sala XIV: La platería eucarística y los joyeles marianos (siglos XVI-XIX)
Desde el mismo momento en que accedemos a esta estancia, construida como cámara acorazada, tenemos la sensación de encontrarnos en un recinto cerrado muy especial. Inmediatamente sabemos que en su prolongada vitrina se guarda uno de los mayores tesoros de la ciudad: los joyeles marianos y las piezas más bellas de la platería eucarística. Iniciando el recorrido visual desde la izquierda podemos ir admirando: un cáliz con manzana gótica del siglo XV; un copón o píxide de hacia 1550 de estilo plateresco; dos cálices renacentistas, uno del platero Juan de Murcia de 1567 y otro coetáneo atribuido a Hernando de Ballesteros; dos cálices con esmaltes de los llamados ‘limosneros’, uno de hacia 1630 y otro en torno a 1698; un cáliz de estilo rococó, anónimo barcelonés de hacia 1770-1785; un copón gallonado de finales del siglo XVIII; y un cáliz del platero gaditano Manuel González de Rojas de hacia 1850. A continuación se expone una colección de piezas pertenecientes al joyel de la Virgen de los Remedios, Patrona de la ciudad, en el que destaca el magnífico rostrillo de oro con esmeraldas, diamantes y flores esmaltadas de finales del siglo XVII, así como las coronas de oro, perlas y pedrería de la Virgen y el Niño, encargadas en 1922 para su Coronación Canónica.
Entre las joyas de origen civil donadas a la Virgen sobresalen una Encomienda de San Juan, en oro, esmeraldas y esmalte del primer cuarto del siglo XVII; un medallón oval con el anagrama de María, en oro fundido y claveques del primer tercio del siglo XVII; un peto con tembladeras en oro, esmeraldas y esmaltes de finales del siglo XVII; y, ya de hacia 1770, el peto de águila bicéfala en oro y esmeraldas.
El frente de la vitrina está completamente ocupado por el joyel de la Virgen del Rosario de la iglesia de Santo Domingo. Vemos en primer lugar las coronas del siglo XVIII de plata dorada, enriquecidas de pedrería, de la Virgen y el Niño. Entre las joyas que tuvieron uso civil en origen hay que señalar el pinjante del águila pasmada en oro y esmeraldas obra de finales del siglo XVI y realizada posiblemente en el Virreinato del Perú; un pinjante con representación de una sirena realizado en la segunda mitad del siglo XVII en oro fundido, cincelado y esmaltado; la medalla de la Concepción en oro, esmaltes, perlas y claveques de hacia 1625. Otras joyas del máximo interés son una Encomienda de Calatrava en oro, esmaltes, diamantes y esmeraldas de hacia 1650; un peto con flores esmaltadas en oro y esmeraldas de hacia 1690; y un lazo de pescuezo de tres cuerpos en oro y esmeraldas del último cuarto del siglo XVII. De la extensa colección de rosarios se muestran varios de los siglos XVII y XVIII.
El lateral derecho se inicia con el joyel de la Virgen de la Salud de la iglesia parroquial de Santiago. Sus piezas más singulares son una rosa de pecho en filigrana de oro y perlas; una joya de pecho con ventana doble en oro, perlas, vidrio y papel pintado de hacia 1675; y el juego de sortijas de oro y esmeraldas de los siglos XVII y XVIII.
A continuación se exponen el excepcional juego de oro de ley de la Colegiata, compuesto de cáliz, vinajeras, campanilla y hastiaría, todo ello labrado entre 1793 y 1796 por los plateros Francisco Martínez de Valdivia y Francisco González. Estas piezas fueron donadas a la Colegiata de San Sebastián por el obispo de Málaga Manuel Ferrer y Figueredo (1785-1799). Otras dos piezas fundamentales del tesoro de la Colegiata son el famoso portaviático rococó, de sinuosas y quebradas formas, del platero antequerano Félix Gálvez, de hacia 1777, así como el precioso copón de 1769 del cordobés Antonio Ruiz Lara, en plata dorada, fundida, relevada y cincelada, en el que destacan las numerosas figuras de ángeles y querubines a la cera perdida.
Sala XV: Pintura del Barroco. Bocanegra, Van de Pere y Correa
Si en las dos salas anteriores el visitante se veía sorprendido por la riqueza artística y material de los objetos, en esta llama la atención, aparte de sus amplísimas dimensiones, la importante colección de pintura barroca del siglo XVII que se expone en las mejores condiciones de espacio e iluminación. Recorriendo la estancia en sentido contrario a las agujas del reloj, nos encontramos en primer lugar un interesante conjunto de obras del pintor granadino Pedro Atanasio Bocanegra (1638-1689), que fue discípulo de Alonso Cano.
En primer lugar podemos ver el lienzo, lleno de colorido y sugestiones canescas, de la Virgen con el Niño, que erróneamente se ha venido denominando como Virgen del Rosario; ya continuación el cuadro de la Inmaculada, en una iconografía más cercana a los modelos sevillanos, con las nos cruzadas sobre el pecho y el manto azul desplegado en el aire.
En el lienzo de la Virgen con el Niño adorados por los pastorcillos, en formato apaisado y con las figuras de medio cuerpo, Bocanegra echa mano una vez más de los modelos del maestro para los personajes sagrados y recurre al naturalismo murillesco para los zagales que miran con cierto descaro al espectador. La figura de la pastorcilla, de melena rubia y delicado perfil, contrasta con las anteriores de manera intencionada.
A una serie dedicada a la vida de San Francisco pertenecen dos lienzos de idéntico formato: la Muerte de San Francisco y San Francisco camino del monte Albernia. Adquiridos por el Museo en 2005, pudieron pertenecer en origen al desaparecido convento alcantarino de San Diego de la ciudad de Granada. En el segundo de ellos interesa destacar, aparte del tratamiento del paisaje, las menudas figuras de los angelitos de aire canesco que portan una cruz entre celajes. Un cuadro de formato menor y tema bíblico, que nos recuerda también el hacer de José Risueño, cierra el conjunto de las obras de Bocanegra.
El último lienzo de este testero representa la Aparición de la Virgen y el Niño a San Cayetano, obra del pintor Fernando Farfán, fallecido en Antequera el año de la epidemia de peste de 1679. Su composición evidencia la formación sevillana del autor y la influencia de los pintores flamencos.
En el testero del fondo preside el importante lienzo de la Inmaculada, firmado y fechado en 1674 por el pintor de la escuela madrileña Antonio Van de Pere (1618-1688), hijo a su vez del pintor Pedro Van de Pere, que era de origen flamenco. La maestría del dibujo, la soltura en la resolución de la pincelada y su riqueza cromática hacen de esta tela una de las obras barrocas más destacadas de cuantas se exponen en el Museo. Señalar, asimismo, como las carnaciones de sus figuras nos recuerdan la impronta de lo barroco rubeniano, y como los frescores rojos de ángeles y querubines se combinan con ciertos toques de grises para realzar sus volúmenes. En el caso de las vestiduras de la Virgen hay que hacer mención a las amplias telas en movimiento, resueltas con nerviosos y quebrados pliegues. Se trata, en definitiva, de una obra pintada en la espléndida madurez del artista, cuando adopta el gusto por una amplia paleta de colores en la línea de Francisco Rizi.
Toda la superficie del lateral izquierdo de la sala está ocupada por la mayoría de los lienzos de la importante serie pictórica del mejicano Juan Correa (1646-1716) dedicado a relatar la Vida de la Virgen María, depósito de la parroquia de San Pedro. Hay que aclarar que del total de cuadros diez son de este autor y dos de un enigmático pintor que firma como ‘el Mudo Arellano’. Los temas, que se exponen ordenados cronológicamente en cuanto a los asuntos representados, son la Natividad de la Virgen, la Presentación en el templo, la Encarnación, la Visitación, los Desposorios, la Adoración de los pastores, la Adoración de los Reyes Magos, la Circuncisión, la Huida a Egipto, la Dormición, la Asunción a los Cielos y la Inmaculada Coronada (este último pasa al siguiente testero). Son obra de ‘el Mudo’ los temas de la Circuncisión y la Dormición, correctos en cuanto a su composición sacada de algún grabado, pero más pobres en su gama cromática que el resto de la colección. Los pertenecientes al pincel de Juan Correa presentan un mayor colorido, una pincelada más suelta e incluso un barroquismo más alegre y acorde con la pintura novohispana. Junto al último cuadro de la serie cuelga el San Jerónimo Penitente, con espectacular marco dorado de barrocas y caladas tallas, que atribuimos al pintor sevillano Sebastián de Llanos Valdés (1605-1677) por sus paralelismos con el lienzo de idéntico tema del Museo de Bellas Artes de Sevilla.
El testero más corto, situado entre las puertas de acceso y salida de esta sala, 10 ocupan dos lienzos de un anónimo autor del siglo XVII, con grandes dotes para el naturalismo pictórico aunque con algunas imperfecciones como dibujante, que representan la Muerte de Santo Domingo de Guzmán y San Nicolás de Tolentino.
Sala XVI y XVII: José María Fernández. Óleo y pastel
José María Fernández Rodríguez (1881-1947) nació en la calle Estepa de Antequera, dentro de una familia acomodada que tenía un negocio de ferretería. Se formó como pintor en Málaga con Joaquín Martínez de la Vega y viajó de joven por diferentes capitales europeas donde fue adquiriendo una extraordinaria cultura artística. Al margen de su faceta como investigador en materias de arte e historia, en las que hizo aportaciones fundamentales para el conocimiento del Patrimonio Histórico de Antequera, su producción pictórica fue muy abundante y de una gran calidad. Destacó como un magnífico dibujante, a lápiz y pastel, si bien también manejó los pinceles con bastante soltura en sus cuadros al óleo.
La amplia colección de sus obras que conserva el museo proceden de la donación que hizo el artista a la ciudad de Antequera en su testamento. Para los títulos hemos seguido los propuestos por Belén Ruiz en sus estudios sobre el autor.
Se inicia el recorrido por su obra con un autorretrato joven y dos retratos de la madre y un dibujo de su padre.
A continuación cuelgan de las paredes una serie de retratos del resto de los miembros de su familia, al óleo, como son Dolores con muñeco chino, Retrato de Rosario con flores, o Pepe con abrigo y sombrero.
Cierta desazón nos produce el doble Retrato de Rosario con abanico sobre fondo caldera o sobre fondo azul, como si en el primero de ellos quisiera representar a la esposa con toda su vitalidad y en el segundo con los efectos de la tuberculosis. En todos ellos Fernández muestra una gran corrección en el dibujo, que ajusta al máximo, y una gama cromática de gran riqueza. Su pincelada suelta y sus fondos inacabados cuando se trata de apuntes del natural para retratos de mayor formato nos hablan de su maestría. La salas se completan con una muestra de las distintas temáticas que llegó a interesar al pintor a lo largo de su vida: temas de historia local la Semana Santa, el urbanismo el interiorismo de edificios, el carnaval, el retrato de personajes o los magníficos estudios académicos de los que se conservan en el museo una importante colección
Sala XVIII: Jesús Martínez Labrador: Escultura y dibujo
Jesús Martínez Labrador (Antequera, 1950) es de esos escultores para los que ningún material guarda secretos. Con cualquiera es capaz de recrear la perfección del cuerpo humano transformado en sinfonía de movimiento, fuerza y brío. Todo ello sin renunciar a un estilo personal e inconfundible que le han convertido en uno de los artistas con más renombre de la provincia. La mayoría de sus esculturas representan figuras y partes del cuerpo, puesto que se vale de la anatomía humana como herramienta para manifestar la espiritualidad. Su obra bebe del neoclasicismo de genios de la escultura como Rodin, aunque impregnada de una sutil modernización que revela una regeneración constante de su propuesta conceptual y de su interés por el mundo. La admiración hacia la cultura la manifiesta el artista en sus siete bustos de poetas de la Generación del 27, a los que rinde homenaje también con la exhibición de algunos fragmentos de sus obras. Escribía el poeta José Antonio Muñoz Rojas que Jesús Martínez Labrador canta música con sus dedos, expresando grito, dolor, miedo o pasmo.
Se reúnen en esta sala parte de la sere de su obra “amigos y poetas”, además de algunos dibujos de familia y otra piezas que muestran la genialidad de este espectacular escultor.
Sala XIX y XX: Cristóbal Toral
Finalizamos la visita al Museo en las Salas XIX y XX, situadas en la tercera planta de la nueva ampliación, dedicadas al pintor Cristóbal Toral. Este artista contemporáneo, nacido en 1940 en Torre-Alhaquirne de manera casual, aunque considerado antequerano ya que incluso fue bautizado en la parroquia de San Pedro de nuestra ciudad, es uno de los más destacados representantes del hiperrealismo mágico entre los pintores españoles. Inició en 1958 sus estudios de dibujo en la Escuela de Artes y Oficios de Antequera, instalada entonces en este palacio de Nájera, pasando al año siguiente a la Escuela de Bellas Artes de Sevilla y, posteriormente, a la de San Fernando de Madrid, obteniendo en 1964 el Premio Nacional Fin de Carrera. Entre 1968 y 1969 consigue dos becas de la fundación Juan March para ampliar sus estudios en España y Nueva York, entrando en contacto en esta última ciudad con el nuevo realismo de los pintores americanos. Su participación en la Bienal de Florencia en dos ocasiones (1973 y 1977), obteniendo medalla de oro, y en la Bienal de Sao Paulo (1975) con el Gran Premio, le dieron a conocer en el ámbito internacional. Ha realizado importantes exposiciones individuales en Madrid, Nueva York, Buenos Aires, México, París, Tokio, etc.
Sobresale el cuadro de gran formato titulado D’apres Las Meninas (1975), una versión personalísima del famoso original velazqueño, en el que se reproduce de manera pormenorizada el salón del viejo Alcázar madrileño pero sustituyendo los personajes de la corte por un gran número de maletas de viaje, algo que será una constante en su pintura.
De su faceta como escultor se exponen dos originales en bronce: Embalajes y La llegada, ambos de pequeño formato pero plenas del simbolismo relacionado con el viajar por la vida, tan presente en toda la producción del artista.
El mundo creativo de Toral, que casi desde un primer momento parte de la realidad como concepción plástica, se hunde en una poética muy personal en la que la presencia de las maletas, las manzanas ingrávidas, la recreación de los clásicos como Velázquez y Goya, la soledad de la mujer o los trampantojos del lienzo roto, nos llevan a la secreta intimidad del pintor; de su mundo y de su concepto del espacio, de la realidad y del color.
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